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Trovadores

25 octubre, 2010

Tras una larga jornada laboral, el jueves pasado, comento con mi compañero que nos merecemos un poco de distracción y así, tras pasar por casa para cambiar nuestro elegante mono de trabajo por zapatillas y sudaderas, nos dirigimos a un local cercano que había divisado días antes en una de mis expediciones de reconocimiento. Su nombre, inscrito sobre un cartel de madera, «Bar Rock».

Al entrar, nos encontramos con un local lleno de humo, mesas y sillas de madera y carteles de grupos musicales sobre las paredes. Me sentí cómodo en ese lugar, no obstante, me recordaba a una taberna de mi ciudad natal en la que había pasado largas noches con amigos, jarras de cerveza y buena música. Aquella noche, en una esquina, estaba animando el bar un cantante con guitarra haciendo un repaso de grandes clásicos de la música rock. Pasamos a una sala contigua donde pudimos sentarnos en una mesa a charlar con la compañía de unas cervezas mientras de fondo escuchábamos los acordes del guitarrista.

Al cabo de un rato, el hombre termina su actuación y el local se queda en silencio, roto sólo por las conversaciones de los clientes. No duró mucho esta situación porque en unos minutos empezaba otro show. Acabamos nuestras bebidas y nos dirigimos a la otra sala para ver cómo se desenvolvían los músicos. Se trataba de extraño trío formado por un señor mayor de cabeza afeitada cantando y tocando una guitarra, un batería de su quinta y una chica, que podía ser la hija de cualquiera de los otros dos, al bajo. Interpretaban algo parecido a la música punk, por lo que pude deducir entre los berridos del cantante sin pelo y de lo duro y a la vez simple de las melodías. No era mi estilo favorito pero me estaba divirtiendo viendo al cantante como se colocaba un pañuelo de color naranja sobre su calva, mientras que el percusionista se lo ataba a una de las patillas de sus gafas de sol.

La bajista triste

La bajista triste

Y ajena a todo esto se encontraba la joven bajista, completamente estática, cuyo único movimiento era el de un par de dedos de cada mano para tocar el instrumento mientras su cara era la imagen de la apatía. Con la cabeza ligeramente ladeada y su mirada perdida en el infinito, parecía que la actuación que estaba realizando era una especie de redención, una manera de purgar algún error del pasado. Completamente bizarro.

Un comentario

  1. Qué suerte que puedas vivir este tipo de situaciones…

    Eso sí: «bizarradas» las hay por aquí también, aunque de índole bien distinta.



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